¿Por qué aguantas mejor el dolor que tu vecino? Todo lo que debes saber de este umbral
Ahora, una nueva investigación vincula el nivel de malestar que somos capaces de soportar con el ejercicio físico
Fuente: Alimente +
Más allá de discusiones banales e inútiles, como qué duele más, una patada en los testículos o dar a luz (comparación tan absurda como la que incluye a Mozart y a Cervantes), todos sentimos el dolor de forma distinta. El mismo catarro en dos miembros de la misma familia, con el mismo grado de fiebre, puede resultar en una persona que moquea un poco, se toma un paracetamol y sigue con su día, y un ser moribundo, tirado en la cama, rogándole a un ser superior el fin de su sufrimiento.
El dolor es una reacción natural y esencial. Es cierto que (exceptuando los vicios de un pequeño grupo de personas) nadie disfruta de esta sensación (menos en lo que concierne a la comida picante, dado que la capsaicina activa los receptores del dolor TRPV1), pero su utilidad, que nos hace evitar el daño e intentar remediarlo con presteza y detectar problemas que, de otro modo, pasarían desapercibidos, lo convierte en un sentido, más allá de vista, equilibrio, tacto, olfato, oído y gusto, esencial para nuestro bienestar.
Para que nos hagamos idea de lo que sería una vida sin dolor, podemos observar a aquellos incapaces de sentirlo, los pacientes de CIPA (siglas en inglés de insensibilidad congénita al dolor con anhidrosis), cuyos pacientes han desarrollado de forma anómala sus nervios, siendo estos incapaces de transmitir esta sensación determinada, lo que les lleva (más allá de otros problemas congénitos asociados a la enfermedad) a sufrir grandes problemas de salud, entre los que destaca la automutilación y la infección de heridas no detectadas. Si se muerden la lengua, por ejemplo, no lo sabrán; si se caen y se rompen una costilla, no lo sabrán; si se arañan una córnea mientras duermen, no lo sabrán.
Esto no quita, claro está, que el dolor sea algo completamente desagradable que bien se podría sustituir en nuestros tiempos con una luz roja en la parte superior de nuestro campo visual y un mensaje que dijera: "Te duele mucho la planta del pie". Pero somos como dicta nuestro ADN, y poco (por mucho que lo intente la ciencia) podemos hacer al respecto.
A pesar de todo, esto no explica por qué cada persona parece reaccionar al dolor de manera tan diferente, con tantos grados de sensibilidad (que en algunos miembros de la sociedad puede llevarles a sufrir una discapacidad severa).
El umbral del dolor, por desgracia para los profesionales sanitarios, a quienes resulta de gran utilidad, es algo completamente subjetivo. Se han hecho varios intentos por parte de la comunidad científica para establecer unos criterios concretos que definan cuánto es mucho, pero el alcance de su éxito es limitado. Existen dos métodos principales utilizados para determinar el umbral del dolor de un individuo. El primero es una prueba de temperatura, en la cual se somete una parte de la piel de un individuo a una superficie que se va calentando más y más. Cuando el voluntario, además de calor, empieza a sentir dolor, se considera que ahí está su umbral. La segunda prueba sigue un mecanismo muy similar, pero en vez de temperatura, establece cuándo una persona sufre dolor por el volumen de un sonido.
Estos mecanismos que determinan el umbral del dolor de un individuo fueron ideados por los doctores James D. Hardy, Harold G. Wolff y Helen Goodel, los tres miembros de la Universidad de Cornell, en EEUU, en el año 1940 (y por otros investigadores después de ellos), y tenían el objetivo de determinar la eficacia de los, por entonces, nuevos medicamentos analgésicos en el cuerpo humano.
El problema, cómo no, era la inconsistencia de los resultados. Existen múltiples factores que alteran la respuesta de un individuo al dolor. Como explica en un estudio elaborado por investigadores de la Universidad de Stanford, en EEUU, tradicionalmente se ha supuesto que las mujeres soportan mejor el dolor que los hombres. Los resultados de este trabajo científico, en cambio, demostraron, tras prestar atención a más de 11.000 registros médicos, que las mujeres, por las mismas enfermedades, tienden a sentir dolor más frecuentemente y de forma más intensa, sobre todo en los procesos inflamatorios. De hecho, tal es la diferencia que, en una escala del 1 al 10 (la que se suele utilizar para clasificar la intensidad del dolor), las mujeres sacaban, de media, un punto a los hombres.
Del mismo modo, en 2009, investigadores de la Universidad de Florida, también en Estados Unidos, realizaron un estudio que analizó, minuciosamente, una gran cantidad de estudios científicos realizados durante los últimos 80 años, todos y cada uno de ellos relacionados con el dolor. Entre sus conclusiones se encuentra el hecho de que las mujeres, de media, asisten más al médico por dolores, lo sienten más profundamente y toman más analgésicos.
Pero esta diferencia no es la única que separa a los individuos basándose en su resistencia al dolor. También se ha descubierto que la etnia tiene una repercusión directa en su umbral del dolor. Por ejemplo, las personas asiáticas tienen una resistencia a esta sensación mayor que los caucásicos. Cierto es, apuntan los investigadores, que la explicación a esto no es (o puede ser) exclusivamente genética, sino que determinados factores culturales juegan un papel protagonista en esta historia.